miércoles, 2 de noviembre de 2011

Ferreiro

Me saludó desde fuera del coche levantando ligeramente la gorra desgastada de alguna marca que ya no existe. Cuando frenamos el coche tosió y miró al suelo, posiblemente deseando por un momento que aquello fuera asfalto y no un camino viejo de tierra seca. Está más ajado. Lo recordaba más joven, un hombre fuerte y callado. Y de repente me encuentro con una cara llena de arrugas, los párpados caídos y la mirada cansada. Lleva puesto un jersey viejo de cuadros, de un color que ya no se puede distinguir y de repente me doy cuenta de la edad que tiene. De que ya no es un niño, ni un joven, ni un hombre. Es una pequeña sombra de lo que fue. Por un segundo la casa de piedra que está a sus espaldas se me define más en el horizonte. Me doy cuenta de las ventanas llenas de polvo, el pasillo oscuro que se adivina detrás de la puerta entrecerrada de madera y de lo vacío que parece todo. Me acuerdo de que vive sólo porque de joven no consiguió pareja, y porque en las pequeñas aldeas encontrar a alguien después de los 30 es una odisea. Mientras lo estudio él habla con mi padre. Sólo oigo pequeños fragmentos de la conversación. El martes… venid a verme… la forja encendida… Su forja, ese gran amor. Un pequeño hueco de piedra y brasas en el que ha pasado toda su vida. Se me hace mágico, y triste, y nostálgico y bello. Cuando el coche arranca y me despido intentando sonreír no puedo evitar preguntarme cómo será su vida. Su día a día. Si conseguirá arroparse sólo por las noches. “O Ferreiro” le llaman. Me doy la vuelta. Él se ha quedado sentado en un muro de piedra, observando una aldea en la que ya sólo vive él, resistiéndose a abandonarla. Recordando toda la vida que hubo, todo lo que fue muriendo. Y lo veo sólo y triste. Y bello.

A todos los “Ferreiros” que aún habitan en las pequeñas aldeas abandonadas en el rural gallego. Porque son un resquicio del pasado, bello y triste, que nunca debería desaparecer. Porque son la única forma de recordarme, cada vez que paso por las puertas semiabiertas de sus casas, que alguna vez aquí hubo una vida, una historia y una cultura.
Por arrancarme una lágrima.

2 comentarios:

  1. Que el valor que demuestran tantos Ferreiros no se trasmute en olvido. La vida es injusta, pero imprudente. Se deja leer.

    Me gusta tu blog, te molestaré más seguido.

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  2. Así como las personas, los poblados donde ellas moran cumplen también el mismo ciclo: nacer, crecer, morir. Y en esa dinámica hay fundadores solitarios al inicio y asistentes últimos al funeral.

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