viernes, 23 de septiembre de 2011

TE QUIERO (versión en castellano del texto anterior. Que conste: el original es en gallego)

Te quiero. Con todas las letras. Te lo digo bajito porque me da miedo. Te lo susurro, de manera casi imperceptible, mientras dejo que escondas tus manos debajo de mi ropa. Noto tus labios apoyados en mi hombro, suavecito, y me reafirmo. Te quiero, te quiero, te quiero… Sonríes. Quien pudiera quedarse eternamente en este segundo… Me miras con la mirada inquieta, tímida, vergonzosa, pícara, inteligente. Me clavas los ojos, tus pupilas casi que azules, y me dices: repítelo. Entonces callo y desvío la mirada, intentando no encontrarme con esos dos faros que me buscan. Por unos instantes, sólo estuviste tú, tú y mis pensamientos. Y ahora me pides que repita, con sinceridad, palabras que sólo me atreví a decirle a tu piel tibia. Palabras que creía que no oías. No me dejas huir porque ya empiezas a conocer el percal, y sabes que tan rápido como vine me voy, y me giras con suavidad hacia ti. Te quiero. Esta vez eres tú el que lo susurra, pero totalmente consciente de que te escucho, de que no puedo evadirme. Mientras tanto, elevas mi mano y me besas en ella. Dejo que tu tacto escurra por mi piel y de repente siento la necesidad de volver a probar tu sabor. Me acerco a ti para darte un beso, y sin dudarlo, me esquivas. No, dímelo. No es una obligación. Sé que me lo estás pidiendo, casi como un favor, como una pequeña muestra de este amor que me cuesta tanto dar y más aún recibir. Por un instante, recuerdo todo. Tus manos corriendo por mis piernas. Mis labios buscando tu respiración. Tus palabras enredándose de a poquito en mis pensamientos. Tu sonrisa cada mañana cuando despierto y veo que me miras. Te quiero.

QUÉROTE (segundo texto en gallego del blog)

Quérote. Con todas as letras. Dígocho baixiño porque me da medo. Susúrrocho, de maneira case imperceptible, mentras deixo que escondas as túas mans debaixo da miña roupa. Noto os teus beizos apoiados no meu hombro, suaviño, e reafírmome. Quérote, quérote, quérote… Sorrís. Quen puidera quedarse eternamente neste segundo… Mírasme co ollar inquedo, tímido, vergonzoso, pícaro, intelixente. Clávasme os ollos, as túas pupilas case que azuis, e disme: repíteo. Daquela calo e desvío a mirada, intentando non toparme con eses dous faros que me buscan. Por uns instantes, só estiveches ti, ti e os meus pensamentos. E agora pídesme que repita, con sinceridade, palabras que só fun quen de decirlle á túa pel, morna. Palabras que creía que non oías. Non me deixas fuxir, porque xa comezas a coñecer o percal, e sabes que tan rápido como viñen marcho, e xírasme con suavidade cara ti. Quérote. Esta vez es ti quen o susurra, pero totalmente consciente de que te escoito, de que non podo evadirme. Mentras tanto, elévasme unha man e bícasme nela. Deixo esvarar o teu tacto pola miña pel e sinto de repente que necesito volver a probar o teu sabor. Achégome a ti para darche un bico e sen dubidalo, esquívasme. Non, dimo. Non é unha obligación. Sei que mo estás pedindo, case como un favor, como unha mostra pequena deste amor que me custa tanto dar e máis aínda recibir. Por un instante, recordo todo. As túas mans correndo polas miñas pernas. Os meus beizos buscando a túa respiración. As túas palabras enredándose de a pouco nos meus pensamentos. O teu sorriso cada mañá, cando esperto e vexo que me miras. Quérote.

viernes, 2 de septiembre de 2011

La sonrisa del amigo

Érase una vez una mujer que no tenía corazón. No sabía desde cuando vivía sin él, sólo era consciente de que un día, al levantarse, había notado un gran vacío en el pecho. Un hueco tan hondo que no era capaz de abarcar con la mano, y que le causaba frío, soledad. Todas las noches salía a buscar su corazón. Se enfundaba en sus mejores galas, cubría las ojeras de desvelo con un poco de maquillaje y ensayaba ante el espejo su mejor sonrisa. Le habían dicho que para encontrar de nuevo a su corazón tenía que encontrar primero el amor. El amor… había oído hablar tantas veces de él! Pero nunca lo había visto. Ya empezaba a creer que era una leyenda urbana. Decían de él que era un bichito pequeñito, escurridizo y complejo, que huía ante las discusiones y se hacía más fuerte en los problemas. También decían de él que conseguía que sintieras mariposas en el estómago, que no durmieras por las noches y que lloraras a veces sin sentido. Había oído incluso que se escondía en los ojos del amante y en la sonrisa del amigo. Ella nunca había sido capaz de comprenderlo. Todas aquellas frases no tenían sentido para ella. ¿Quién querría algo que te hiciera llorar y no dormir? ¿Quién buscaría incansablemente aquello, recorriendo el mundo para encontrarlo? No lo entendía. Sin embargo, sí sabía que le hacía falta si quería encontrar su corazón. Y aquello era algo que ella quería con todas sus fuerzas. Le costaba cada vez más respirar, porque el aire frío que entraba en aquel vacío le segaba los pulmones, y por las noches notaba que, a su lado, en la cama, había un hueco que quería ser llenado. A veces, vagamente, recordaba días en los que su pecho aún estaba completo. Aquella calidez…
Aquella noche salió de nuevo a buscar. Por el camino, casi sin querer, se topó con una sonrisa que la hizo iluminarse, con unas manos que la acariciaron y una boca que le contó cosas que nunca había oído. Se dejó llevar y pasó la noche en vela, entre susurros y la luz tenue de una lámpara. Era tan atento… Ella, que venía de una sociedad en la que la noche servía de buffet libre, una sociedad en la que los hombres buscaban placer a cambio de la nada y prometían la luna para luego regalar silencios, ella que estaba acostumbrada a buscar el amor y encontrar el deseo, se encontró con algo que no esperaba. Cuando llegó el amanecer se descubrió mirándole a los ojos. Él le sonreía, y le hablaba, despacito, de su vida y de sus problemas, de sus sueños y de sus complejos. Ella lo escuchaba atenta, agradecida de que le estuviera regalando aquel pedacito de su vida. Llevaban horas juntos, en la oscuridad, y por primera vez no se sentía desnuda… no se sentía desprotegida ni forzada, como había pasado siempre. Él había respetado cada paso que ella había avanzado y cada paso que había dado marcha atrás. Le había pedido permiso para acariciarla y para besarla, para caminar por su piel. Y en cada momento la había mirado y se había preocupado por lo que ella sentía, por lo que ella pensaba. Lo miró a los ojos y de repente, lo vio, ahí en el fondo. No podía ser. No, no era posible, pero se parecía tanto… Se parecía tanto al amor…

Polvo blanco

- Soy el único que queda vivo de todos mis amigos.
Tiene poco más de cuarenta años y una hija a la que su madre no le permite visitarlo. Pregunta cada dos por tres cuando van a aparecer las enfermeras con su medicación. Es el mono, me dice. Lo miro y afirmo. Después de cuatro días compartiendo habitación de hospital ya empiezo a entenderlo.
Tengo miedo. Llega un momento en el que él ya no es él. Las drogas, o mejor dicho, la falta de ellas, lo hace desvariar, hablar a voces y transformarse en un ser desesperado, sin apenas voluntad. Una enfermera de bata blanca, ese blanco hospital que tan poco me gusta y que me veo obligada a ver constantemente en este refinamiento al que he sido condenada, entra por la puerta. Mientras pienso en el maldito virus que me ha dejado encamada temporalmente, los efectos de su medicación empiezan a notarse. Poco a poco, en un proceso mucho más lento que el inverso. Entonces ya no siento miedo. Por lo menos, no de él. En ese momento lo que siento es dolor, lástima, compasión, ira, frustración… porque Eloi, ya recuperado, empieza a hablar conmigo. me cuenta su vida, cómo cayó en el “sueño blanco” y cómo éste se fue adueñando de todos y cada uno de sus días. Cómo la cocaína destrozó su vida desde los pilares. Es totalmente consciente de que es él también el que la ha arruinado. Y se le nota, sobre todo, cuando me habla de su hija. Nueve años, me dice, nueve años y es una campeona jugando al ajedrez. Se siente orgulloso. Entonces llora, aunque tuerce la cara para que yo no lo vea. Porque cuanto más orgulloso se siente de ella más vergüenza siente por sí mismo, por eso en lo que se ha convertido. Por esa silueta que ya no puede seguir adelante si no le proporcionan de vez en cuando un sustitutivo de la droga que lo atrapó.
Una sombra de lo que era. Un esclavo del polvo blanco.

La multitud aplaude

Quiere que acabe cuanto antes. El dolor, el miedo, la humillación. Toda esa gente observándolo, mientras sufre una nueva estocada, o un nuevo golpe. Tiene los sentidos aturdidos y se gira, huye, ataca… cegado por la rabia y por la impotencia… Él, que se creía tan poderoso, ahora es débil, poco más que un niño asustado. Siente los músculos agarrotados por el temor y la sangre que se resbala por su espalda, y que le llena la boca, amargándole los pocos segundos que tiene de vida. Mientras, a su alrededor, todos se ríen.
Un esclavo que ha violado las leyes y ha robado a su patrón, en medio de un Circo romano, deja caer una lágrima y se acuclilla, esperando otra vez sentir el ataque de un león. Un campesino recién casado que se ha negado a cederle a su Señor el derecho de pernada, se deja caer en el suelo mientras éste desenvaina nuevamente la espada delante de una turbamulta que nada puede hacer ante leyes injustas. Un soldado apresado por el bando contrario en una guerra que no es la suya yace, atado, en una silla, mientras otros militares desahogan su frustración en él, llenándole el cuerpo de llagas. Un niño se hace un ovillo en el suelo y llora, esperando que sus compañeros, con un móvil que lo graba todo en la mano, terminen con esta tortura. El indefenso contra el poderoso. La multitud contra un inocente.
Embiste una vez más al aire, tratando de defenderse, inútilmente, de esos dardos que se le clavan en todo el cuerpo, hiriéndolo. Llora aunque nadie lo ve. Delante de sus ojos, sólo distingue ya una gran tela roja y la figura de un hombre que, en un último esfuerzo, lo abate con una nueva banderilla. Mientras, la multitud aplaude.