sábado, 22 de junio de 2013

Ser almohada en el Rusian Hotel no es tarea fácil

Se preguntó cuántos ronquidos más tendría que oír y se dijo a sí misma, resignada, que muchos, muchos más.

Ser almohada en el Rusian Hotel no era un trabajo nada agradable. En los últimos meses había soportado a señores que se bababan, putas que fingían, mujeres llenas de maquillaje e incluso algún piojoso. Y luego estaba él, "el hombre de la corbata amarilla" o "Johnny", como ella había decidido bautizarlo en honor a alguna película de serie B norteamericana. Llevaba dos semanas durmiendo allí todos los días. Tenía una rutina extraña, roncaba mucho y solía salir a media noche. Vestía bien, era elegante, y llevaba siempre aquellos cigarros tan largos, extranjeros, que a ella le gustaban más bien poco.

Aquel día algo pasaba en el Rusian Hotel. La calle estaba llena de transeúntes preguntándose qué sucedía, mientras la policía ponía vallas amarillas y alejaba a los curiosos. Hacía diez minutos, alguien había oído gritar a Gladis, la empleada cubana, mientras hacía su turno de limpieza. Ahora, ella y tres agentes miraban hacia el cuerpo del capo John Ricco con gesto desencajado.

La almohada aflojó la presión. Bien. Así no roncaría más.