viernes, 2 de septiembre de 2011

Polvo blanco

- Soy el único que queda vivo de todos mis amigos.
Tiene poco más de cuarenta años y una hija a la que su madre no le permite visitarlo. Pregunta cada dos por tres cuando van a aparecer las enfermeras con su medicación. Es el mono, me dice. Lo miro y afirmo. Después de cuatro días compartiendo habitación de hospital ya empiezo a entenderlo.
Tengo miedo. Llega un momento en el que él ya no es él. Las drogas, o mejor dicho, la falta de ellas, lo hace desvariar, hablar a voces y transformarse en un ser desesperado, sin apenas voluntad. Una enfermera de bata blanca, ese blanco hospital que tan poco me gusta y que me veo obligada a ver constantemente en este refinamiento al que he sido condenada, entra por la puerta. Mientras pienso en el maldito virus que me ha dejado encamada temporalmente, los efectos de su medicación empiezan a notarse. Poco a poco, en un proceso mucho más lento que el inverso. Entonces ya no siento miedo. Por lo menos, no de él. En ese momento lo que siento es dolor, lástima, compasión, ira, frustración… porque Eloi, ya recuperado, empieza a hablar conmigo. me cuenta su vida, cómo cayó en el “sueño blanco” y cómo éste se fue adueñando de todos y cada uno de sus días. Cómo la cocaína destrozó su vida desde los pilares. Es totalmente consciente de que es él también el que la ha arruinado. Y se le nota, sobre todo, cuando me habla de su hija. Nueve años, me dice, nueve años y es una campeona jugando al ajedrez. Se siente orgulloso. Entonces llora, aunque tuerce la cara para que yo no lo vea. Porque cuanto más orgulloso se siente de ella más vergüenza siente por sí mismo, por eso en lo que se ha convertido. Por esa silueta que ya no puede seguir adelante si no le proporcionan de vez en cuando un sustitutivo de la droga que lo atrapó.
Una sombra de lo que era. Un esclavo del polvo blanco.

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