Pepe tenía apenas 7 meses cuando su madre decidió dar a luz. Nació pequeñito, débil, con los ojos entrecerrados y un grito en la garganta. Ella, que no llegaba a los veinte, se las arregló como pudo para cuidarlo. Lo escondió entre mantas y mantas, y pasó encamada un mes, dándole todo el calor que su cuerpecillo diminuto necesitaba.
Pepe era el menor de una familia de muchos hermanos, como todas las que había aquí en Galicia en los años treinta, y fue siempre el niño mimado. El pedazo de queso más grande, la taza de caldo menos aguada. Además, era el segundo hombre en una familia llena de mujeres, y todas ellas lo cuidaron casi como madres. Pepe creció fuerte, robusto, de sonrisa fácil y con una ingenuidad que sólo da la vida con las esquinas acolchadas. Vivió siempre al cuidado de sus hermanas, y poco a poco y casi sin querer, los años fueron pasando por encima de sus pies. Emigró a Venezuela, trabajó, tuvo novias y amantes… pero nunca asentó la cabeza.
Ahora, a sus setenta y muchos, a veces sus ojos tristes lo delatan. Sigue siendo un niño de sonrisa fácil, pero se puede ver que en su vida también ha habido baches. Quien dice baches, dice vacíos. El de un amor. El de la libertad. El de madurar. Y sobre todo, el vacío de no haber decidido nunca su propia vida. El vacío de haberse sentado en un taburete de madera, al lado de la lareira, a verla pasar por delante.
Cuando ayer me llamó desde el hospital, con la voz quebrada del miedo, me recordó a un gigante que nunca creció. A un pájaro sin alas. Y sin embargo, cuánto le hubiera gustado volar…