lunes, 16 de enero de 2012

Lucía

Bum.

Bum.

Bum.

Los golpes en la puerta se oían distantes. Uno detrás de otro, con cinco segundos de diferencia entre cada golpe. Era una amenaza. El que estaba detrás de la puerta controlaba la situación, y golpeaba una y otra vez, con calma, sin prisa, como queriendo decir “No importa cuánto tarde, sabes que voy a entrar”. Ella esperaba sentada en una silla, mirando fijamente a la puerta. Ése era su mensaje: “Tranquilo, estoy esperando”.

Oyó risas al otro lado de la habitación. Primero se sobresaltó, pero luego se dio cuenta de que había dejado abierta la ventana que daba al patio de luces. Serían las chiquillas del cuarto. Torció la cara en una sonrisa. Ellas estaban allí, a menos de diez metros, ajenas a todo aquello. A las vidas que se acababan. Al negocio. A los destinos que cada uno se busca sin saberlo.

Bum.

La madera de la puerta estaba empezando a ceder. Se resquebrajaba. Y a Lucía se le ocurrió, en un arrebato literario y metafórico, que era una alegoría de su vida. Tanto tiempo allí, firme, dura, siendo parte del camino, el lugar por el que todos pasaban y en el que ninguno permanecía, y ahora, poco a poco y sin que pudiera hacer nada, se resquebrajaba.

Bum.

Se acomodó en la silla y se peinó. Cogió el bolso y sacó el pintalabios. Si iba a morir, se dijo, quería hacerlo guapa. Volvió la vista hacia la puerta de atrás. Sería tan fácil huir… Pero ¿para qué? Si, al igual que la puerta, su lugar estaba allí y no tenía a donde ir…

Bum.

La puerta, y Lucía, acabaron por ceder.

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