miércoles, 8 de junio de 2011

Binomio perfecto

Vete.
Lo dijo susurrando. Ella lo miró, sorprendida. ¿De verdad me estás echando? Él casi no abrió la boca cuando le dijo que si ella no se marchaba él acabaría llorando.
A esta noche la precedía un año y medio de amistad. Un tiempo en el que dos conocidos adquirieron una confianza y una complicidad perfecta. A lo largo de todos aquellos meses su relación había ido cambiando. Al principio, intercambiaban palabras típicas. Conversaciones típicas, dichas siempre bajo una máscara de normalidad. Con el paso del tiempo, habían ido desnudando poco a poco sus pensamientos. Ahora, cada uno hablaba con el otro con una confianza absoluta. Ella era, como él decía, multipolar. Hablaba por los codos, no paraba de sonreír, y, cuando estaba con él, aquella confianza daba lugar a una sarta de conversaciones ilógicas en las que ambos disfrutaban. Estando juntos, ella decía exactamente todo aquello que se le pasaba por la cabeza. Él, mientras tanto, solía callar y sonreír. Era un hombre complejo. Silencioso, en un principio algo seco. Tras horas y horas de charlas, había acabado por mostrarse tal y como era. Inteligente, comprensivo, cariñoso. Le gustaba escuchar cuando no tenía nada que decir, y si sí que lo tenía, no empleaba más palabras de las necesarias. Siempre eran las palabras adecuadas.
En aquel momento aquel “vete”, por primera vez, no eran las palabras que ambos necesitaban. O sí. Quizá era mejor acabar cuanto antes con aquel momento. Ella se paró a pensar en todo lo que habían vivido. Él siempre estaba allí para ella. Ella siempre estaba demasiado ocupada. Él aceptaba sus ausencias. Ella aprovechaba cada segundo que pasaba con él. Él la quería con un cariño infinito, y ella había descubierto, sorprendida, que también sentía aquella sensación cálida cuando estaban juntos. Se sentía a salvo, segura, querida. Le inspiraba confianza, respeto, cariño.
Vete. Ella se levantó. Llevaban más de una hora sentados en la acera, mirando a las estrellas. Ella miraba hacia un lado, evitando que sus miradas se cruzasen, porque necesitaba mostrarle su apoyo y demostrarle que era fuerte, y aquellas lágrimas escurriéndose por su cara, fría por la brisa nocturna, no iban a ayudar precisamente. Habían visto pasar un par de satélites, y él se rió cuando ella había dicho que eran estrellas y, sorprendida, había preguntado por qué parpadeaban. Él le contestó como siempre, aportando el toque de cordura a aquel binomio perfecto. Vete. Eran las palabras que los dos llevaban dos horas retrasando, intentando que el tiempo no pasaran. Odio las despedidas, odio el echar de menos, odio la ausencia de una persona, y sobre todo, odio el tiempo y la distancia.
Cuando se alejaba en el coche, guardando la última imagen que iba a tener de él, despidiéndose desde la puerta, dejó que, por primera vez aquel día, se le cayera una lágrima. Por ese último abrazo que los dos, en silencio y evitando decir lo indecible, se habían dado aquella noche de Mayo.

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