martes, 29 de enero de 2013

Aquella Guerra Civil, con mayúsculas


                  Vilar de Rei era, y sigue siendo, un pueblo como tantos otros que pueblan las tierras de Galicia. Perdido entre los valles lucenses, casi abandonado, en algún momento fue realmente bello. Las casas de piedra tienen hoy un cierto olor a olvido, olor a musgo, a recuerdos, los caminos están cubiertos de silencios, y allí donde un día hubo palabras ahora se escuchan sólo los cantos de los ruiseñores. En los senderos de tierra ya no se ven las marcas de los carros, aquellos que “cantaban” tirados por los bueyes, y en las noches frías nadie habrá que encienda una lumbre para calentarse y contar leyendas. Pero en algún momento, en algún momento Vilar de Rei tuvo su propia historia.

                Durante los años de la guerra, aquella Guerra Civil, con mayúsculas, que hizo pasar hambre y miedo a tantas personas, Vilar de Rei fue un bastión de la “resistencia”. Entre todos aquellos hombres de pueblo que acudían a misa siempre que les era posible, había una familia que se negaba a aceptar la situación.  La familia de La Morena. Allí, en medio de la noche y a escondidas, acudían muchos de aquellos “rojos” escapados, buscando una taza de caldo caliente, un abrigo y algo de apoyo. Incluso “El Piloto”, el más famoso de los maquis escondidos en los montes gallegos, acudía a aquella casa de cuando en cuando. Supongo que entre aquellas vigas de madera, ahora ya carcomidas por el paso del tiempo, se contaron cientos de historias. Pero acabó la guerra, El Piloto fue atrapado y de aquella época no quedó más recuerdo que el de unas cuantas provisiones en la buhardilla de la casa.

                José era nada más que un niño cuando la guerra terminó, no sabía nada de todo aquello, y en su ignorancia vivía feliz. Siempre había sido un niño risueño, pasaba los días acompañando a las vacas a los prados, jugando por los caminos o haciendo algún que otro recado para ganarse un trocito de chocolate. Un día Morena, que de sus sueños revolucionarios se había ido olvidando obligada por la realidad, lo llamó a su casa. Con el paso de los años y por culpa del frío del invierno le costaba algo más que hacía algún tiempo subir a la buhardilla. Necesitaba unas mantas que tenía allí guardadas y le pidió ayuda al niño. Allí arriba José descubrió un mundo fascinante para cualquier crío. Quien haya sido niño sabrá lo fantástico que es descubrir un cuarto viejo lleno de trastos por explorar. En una esquina, cubiertos por una sábana, quedaban los últimos recuerdos de aquellos revolucionarios de hacía unos años. Ropas viejas, algún cartucho, un par de latas. A José le llamaron la atención aquellas latas, parecidas a las de la comida, algo más grandes y aplastadas. Movido por la curiosidad intentó quitarle la tapa a una de ellas. De repente, un estallido. En el piso de abajo Morena se acordó de las viejas granadas de los escapados y olvidándose de su dolor de piernas corrió escaleras arriba. Algunas cajas destrozadas, astillas, humo… y allí estaba José. José, el pobre José, que lloraba con sus ojos ciegos e intentaba ocultar los muñones de sus manos. Él, que no había vivido la guerra, pagaba ahora sus consecuencias.

                Aún hoy, años después, cuando me cruzo con él por la aldea, lo saludo y me sonríe sin saber a donde mirar, me acuerdo de la historia que tantas veces me han contado. Nunca me han gustado las guerras, son injustas y en ellas sufren miles de inocentes, pero la primera vez que escuché la historia de José, mi vecino ciego, las odié más que nunca.

                 A él le habían arrebatado la infancia, igual que a tantos otros les arrebatan los sueños.



*Los nombres son falsos, pero la historia, real. Homenaje a “José” y a ella, que hace poco nos dejó.