Vilar de Rei era, y sigue
siendo, un pueblo como tantos otros que pueblan las tierras de Galicia. Perdido
entre los valles lucenses, casi abandonado, en algún momento fue realmente
bello. Las casas de piedra tienen hoy un cierto olor a olvido, olor a musgo, a
recuerdos, los caminos están cubiertos de silencios, y allí donde un día hubo
palabras ahora se escuchan sólo los cantos de los ruiseñores. En los senderos
de tierra ya no se ven las marcas de los carros, aquellos que “cantaban”
tirados por los bueyes, y en las noches frías nadie habrá que encienda una
lumbre para calentarse y contar leyendas. Pero en algún momento, en algún
momento Vilar de Rei tuvo su propia historia.
Durante
los años de la guerra, aquella Guerra Civil, con mayúsculas, que hizo pasar
hambre y miedo a tantas personas, Vilar de Rei fue un bastión de la
“resistencia”. Entre todos aquellos hombres de pueblo que acudían a misa
siempre que les era posible, había una familia que se negaba a aceptar la
situación. La familia de La Morena.
Allí, en medio de la noche y a escondidas, acudían muchos de aquellos “rojos”
escapados, buscando una taza de caldo caliente, un abrigo y algo de apoyo.
Incluso “El Piloto”, el más famoso de los maquis escondidos en los montes
gallegos, acudía a aquella casa de cuando en cuando. Supongo que entre aquellas
vigas de madera, ahora ya carcomidas por el paso del tiempo, se contaron
cientos de historias. Pero acabó la guerra, El Piloto fue atrapado y de aquella
época no quedó más recuerdo que el de unas cuantas provisiones en la buhardilla
de la casa.
José
era nada más que un niño cuando la guerra terminó, no sabía nada de todo
aquello, y en su ignorancia vivía feliz. Siempre había sido un niño risueño,
pasaba los días acompañando a las vacas a los prados, jugando por los caminos o
haciendo algún que otro recado para ganarse un trocito de chocolate. Un día Morena,
que de sus sueños revolucionarios se había ido olvidando obligada por la
realidad, lo llamó a su casa. Con el paso de los años y por culpa del frío del
invierno le costaba algo más que hacía algún tiempo subir a la buhardilla.
Necesitaba unas mantas que tenía allí guardadas y le pidió ayuda al niño. Allí
arriba José descubrió un mundo fascinante para cualquier crío. Quien haya sido
niño sabrá lo fantástico que es descubrir un cuarto viejo lleno de trastos por
explorar. En una esquina, cubiertos por una sábana, quedaban los últimos
recuerdos de aquellos revolucionarios de hacía unos años. Ropas viejas, algún
cartucho, un par de latas. A José le llamaron la atención aquellas latas,
parecidas a las de la comida, algo más grandes y aplastadas. Movido por la
curiosidad intentó quitarle la tapa a una de ellas. De repente, un estallido.
En el piso de abajo Morena se acordó de las viejas granadas de los escapados y
olvidándose de su dolor de piernas corrió escaleras arriba. Algunas cajas
destrozadas, astillas, humo… y allí estaba José. José, el pobre José, que
lloraba con sus ojos ciegos e intentaba ocultar los muñones de sus manos. Él,
que no había vivido la guerra, pagaba ahora sus consecuencias.
Aún
hoy, años después, cuando me cruzo con él por la aldea, lo saludo y me sonríe
sin saber a donde mirar, me acuerdo de la historia que tantas veces me han
contado. Nunca me han gustado las guerras, son injustas y en ellas sufren miles
de inocentes, pero la primera vez que escuché la historia de José, mi vecino
ciego, las odié más que nunca.
A él le habían arrebatado la infancia, igual
que a tantos otros les arrebatan los sueños.
*Los nombres son falsos, pero la historia, real. Homenaje a “José”
y a ella, que hace poco nos dejó.