martes, 31 de enero de 2012

Miguel apagó la luz y ella pudo ver el mar. Las crestas blancas de las olas rompiendo en la arena y el infinito vacío que se extendía más allá.

-¿Qué es aquella luz?- Se lo preguntó con la inocencia de una niña. Siempre le preguntaba todo porque sabía que él tenía todas las respuestas.

- Es un faro, cariño. – Sonrió.

Los dos se acordaron de aquel momento, meses atrás, en el que ella le había preguntado si aquella luz en el cielo era un avión. Él se había reído, contestándole que era un satélite. Conversar acerca de las luces en el cielo les había ayudado a olvidarse por un momento de que aquello era una despedida. Y ahora, meses después, con él otra vez allí, ella volvía a las andadas.

 Cuando estaban juntos siempre conversaban de todo. Y cuando digo todo, me refiero a todo. Hablaban de faros, de luces, de patatas fritas, de emigración, de guerras, de dudas, de nostalgias.  Le daban la vuelta al mundo y luego volvían a la sencillez. Era como un juego.

Los dos se quedaron en silencio, escuchando una canción triste que sonaba bajito.

- ¿Nunca has sentido nostalgia y no has sabido de qué?- Ella nunca aguantaba demasiado el silencio, aunque con él solía hacer una excepción. Le gustaba estar los dos juntos, callados, simplemente disfrutando del momento y guardándolo para el recuerdo. Pero en aquel momento necesitaba hacerle aquella pregunta, compartir con él, el único capaz de entenderla, su gran duda.

- Claro niña.

Asintieron.

-Últimamente la tengo casi constantemente. Esa sensación de que falta algo. Y lo peor de todo, es no saber el qué, no poder soñar despierto para remediarlo. No saber qué es lo que tiene que llenar ese vacío.

Él la miró con cariño y suspiró. A veces era tan difícil explicarle el mundo…

Y Alicia, a sus veinte años, disfrutó de la sensación de ser una niña. Podía serlo si era con él. Y también podía ser adulta. Irresponsable. Madura. Agria, dulce, habladora, inconsistente. Podía hablar de mil y una cosas o permanecer en silencio.

Porque con él, todos sus momentos eran recuerdos con banda sonora. 

viernes, 20 de enero de 2012

Color viejo

-Trae el melón con jamón!

Lo grita una voz de mujer desde el fondo de las escaleras y yo sonrío. Empiezo a bajarlas y sé que ella estará en la cocina que hay en la parte de debajo de la casa, ultimando los preparativos para la comida familiar. Él estará jugando a las cartas con su cuñado y fingiendo enfadarse. El balancín en forma de sillón que hay en el jardín espera por mí, y no veo la hora de que llegue la hora de la merienda para meterme en la piscina…

Años después ella ya no está. El balancín está oxidado y ya nadie usa la piscina, porque el dolor de espalda y el vivir sólo le han quitado las ganas. La casa se siente vacía y fría. El pasillo está más oscuro y en la cocina se acumulan cientos de cosas poco útiles. El garaje es un almacén más que otra cosa, y las telarañas crecen aquí y allá. Yo, que ya no me acuerdo de aquellas tardes de infancia en las que todavía todo tenía color, digo convencida que esa casa siempre ha sido fría y triste y mi madre me responde con tristeza que no, que hubo un tiempo en que estaba viva. Me habla de tardes de ir a la playa y de cenas con vino y melón con jamón. La escucho mientras me cuenta  cómo fueron pasando los años y de repente dice una frase que me inspira a escribir: Las casas, con los años, van llenándose de cosas que nunca hubiéramos tenido y de recuerdos de hace tiempo, y poco a poco sin que nos demos cuenta, van adquiriendo un color a viejo, a triste. Mi memoria fotográfica me trae escenas de una cocina de madera llena de comida y gente de aquí para allá, sonriendo y cotilleando, tarareando alguna canción pegadiza. Cuando abro los ojos me encuentro una pila de cacharros abandonados en la encimera, cosas por aquí y por allá, una mecedora y un juego de mesa todavía sin abrir. Las paredes y las cosas me ahogan y me doy cuenta de ese “color” viejo, de que en cada esquina hay algo que te demuestra que los años pasaron y que ellos, ahora sólo él, ya no son lo que eran. Y  lo veo a él que dormita desde el banco de detrás de la mesa y me inspira una infinita ternura. Abro la nevera y, casi sin pensarlo, empiezo a cortar una rodaja de melón. 

lunes, 16 de enero de 2012

Lucía

Bum.

Bum.

Bum.

Los golpes en la puerta se oían distantes. Uno detrás de otro, con cinco segundos de diferencia entre cada golpe. Era una amenaza. El que estaba detrás de la puerta controlaba la situación, y golpeaba una y otra vez, con calma, sin prisa, como queriendo decir “No importa cuánto tarde, sabes que voy a entrar”. Ella esperaba sentada en una silla, mirando fijamente a la puerta. Ése era su mensaje: “Tranquilo, estoy esperando”.

Oyó risas al otro lado de la habitación. Primero se sobresaltó, pero luego se dio cuenta de que había dejado abierta la ventana que daba al patio de luces. Serían las chiquillas del cuarto. Torció la cara en una sonrisa. Ellas estaban allí, a menos de diez metros, ajenas a todo aquello. A las vidas que se acababan. Al negocio. A los destinos que cada uno se busca sin saberlo.

Bum.

La madera de la puerta estaba empezando a ceder. Se resquebrajaba. Y a Lucía se le ocurrió, en un arrebato literario y metafórico, que era una alegoría de su vida. Tanto tiempo allí, firme, dura, siendo parte del camino, el lugar por el que todos pasaban y en el que ninguno permanecía, y ahora, poco a poco y sin que pudiera hacer nada, se resquebrajaba.

Bum.

Se acomodó en la silla y se peinó. Cogió el bolso y sacó el pintalabios. Si iba a morir, se dijo, quería hacerlo guapa. Volvió la vista hacia la puerta de atrás. Sería tan fácil huir… Pero ¿para qué? Si, al igual que la puerta, su lugar estaba allí y no tenía a donde ir…

Bum.

La puerta, y Lucía, acabaron por ceder.

domingo, 8 de enero de 2012

Un poeta que nunca supo escribir

- El caso es que nunca tuve el valor de dejarme llevar.

Álex sonríe de forma triste y me clava los ojos verdes que tantas cosas han visto. Yo aparto la mirada, porque a veces veo mucho más de lo que quisiera en esos iris. Y él, en una pausa que se me hace eterna, enciende el cigarro y se lo lleva a la boca.

- Ya ves niña, tantos años, tanto carácter y tan poco valor. La verdad es que ladro mucho más de lo que muerdo, y sé bastante menos de lo que cuento. Soy un poeta que nunca supo ni escribir. – Bocanada de humo- Y aún así, aquí me tienes, disfrutando de lo que llevo puesto. Vosotros los jóvenes ya no sabéis hacerlo…

Incluso habla en verso, aunque él no lo sepa. Tiene los ojos cansados y los párpados caídos. Arrugas en la comisura de la boca y alrededor de la mirada, no se sabe si de tanto reír o de tanto llorar. Como todos los jueves, está esperándome en el banco del parque, con un perro pequeñito, tan gruñón como él, tirado a sus pies. No nos conocemos. Ni siquiera sabe cómo me llamo. Un día me senté en el banco de enfrente y él simplemente dijo: Hola, soy Álex. Y sonrió. Recuerdo haberme extrañado porque tuviera un nombre tan joven, con la de años que reflejaban sus canas. Desde entonces me siento todos los jueves en el mismo banco, y sin responderle, escucho lo que me cuenta. Hoy me ha hablado del amor que nunca conoció. Y ahora, con el cigarro consumiéndose entre los dedos, mira hacia el horizonte, perdido. A veces pasa y ya no puedo recuperarlo. Simplemente se va, a algún sitio donde su memoria lo acoge y lo acuna, y se queda en silencio hasta que me marcho. Pero hoy vuelve, con un par de parpadeos nerviosos.

- ¿Alguna vez has conocido el amor, niña?

Y casi contesto. Pero para qué mostrarle mi voz, si por ahora, sus monólogos son los únicos que realmente cuentan.