domingo, 31 de julio de 2011

Malabares

Más de cuatro años después volvemos a conocernos. Te cuento quién soy, qué hago, en qué paso mi tiempo libre, y tú haces lo mismo. De pie, frente a frente, hablamos hasta desnudar quienes somos, esquivando a veces la mirada del otro, con la misma sonrisa tonta que aquella primera vez. Por lo menos por mi parte. No nos estamos poniendo al día, no es un reencuentro de viejos amigos. Es conocerse de nuevo, porque ambos hemos cambiado, somos personas diferentes. Yo ya no soy aquella niña. Y si lo soy, por lo menos he perdido el miedo a crecer. Y tú… bueno, tú sigues igual, pero más maduro, más lógico, más lejos. Sonrío mientras te escucho hablar, con la misma verborrea imparable, y me siento algo nerviosa. Hace dos años que no te veía, y antes de eso, llevaba casi otros dos también sin verte. Y cada vez que coincidimos estás diferente.
- Estás mucho más guapo así, moreno, y con barbita.
- ¿Guapo? Dejémoslo en que estoy mejor.
- No, en serio, estás muy guapo, no te lo diría si no lo pensase.
Y lo pienso. La verdad es que no sé por qué. No sé por qué casi 5 años después de nuestra primera conversación sigo sintiéndome igual de nerviosa cuando estoy contigo. Sonrío, me aparto el pelo de la cara, fingiendo que es sin querer, e intento, por todos los métodos, agradarte, hacerte reír, sentir por un momento que soy… suficiente. Y sí, te veo realmente guapo hoy. Bajito, moreno, quizá un pelín más delgado de lo que deberías, vestido con ropa deportiva, los ojos algo hundidos… No eres, ni nunca has sido, el prototipo de chico que me atrae. Sin embargo, te veo y sí, necesito que me abraces, y a veces me dan ganas de besarte, aunque las haga huir buscándote defectos. Tanto tiempo después… Y es curioso, de aquel sentimiento que me desbordaba cuando estaba contigo, sólo quedan cenizas. Y te veo y se avivan, un poquito, lo suficiente como para sentir un cariño inmenso, una extraña nostalgia y la sensación de que, pase el tiempo que pase, siempre vas a ser alguien especial.

- ¡Ese chico hacía malabares con fuego!
Y los sigues haciendo.

Estrella

Estaba completamente sola, asustada, y apareció ella. Siempre me ha dado miedo la soledad, la sensación de no tener a nadie ahí dispuesto a escucharte. Las tardes de sol que pasas encerrado en casa, con la única compañía de la televisión. Ese pánico es lo que me lleva a ser, quizá, demasiado extrovertida. A hablar con todo el mundo, hacer amistades en todos los lugares y a confiar, la mayoría de las veces de forma equivocada, en un número demasiado alto de gente. Y después de todos mis esfuerzos ahí estaba, de nuevo, sola como el primer día. Ninguna llamada en el móvil, nadie que diera un timbrazo en la puerta de mi casa. Ella estaba tan asustada como yo y me la encontré por casualidad. Después de tanto tiempo sin verla, sin oírla, coincidimos en el mismo vacío y, qué suerte, al mismo tiempo. En el mismo segundo de amargura. Y fue una especie de salvación. Me sacó de casa, me alegró el oído con su voz cantarina y me llevó a bailar bajo la lluvia y a disfrutar del sol de noche. Y a ir de cañas. Y a ver una buena película en el cine. Y a aprovechar el tiempo. Un día, sin querer, me descubrí besándola. No sé cómo pasó, de verdad, simplemente fueron nuestras bocas las que por un momento, decidieron tomar el control de la situación. La miré también con otros ojos. También me observé a mi misma con otros ojos. Me fijé, en que, de repente, ya no tenía miedo. Ya no estaba asustada ni me sentía sola. Estaba allí, aquella estrella consolándome. Quién lo iba a decir, después de tantos años buscando el sol…

Huye

Clac.
Un ruido sordo, seco. Resonaba por toda la habitación el eco de aquel disparo. Si se paraba a escuchar podía sentir también una caída, el sonido de una respiración que se apagaba, cada vez más débil. Observó con los ojos borrosos aquella pared que tenía enfrente. Los zapatos de niño bien que lo esperaban obedientes, al otro lado de la cama. Su traje de chaqueta, que iba a estrenar mañana. Iba. Porque no sabía por qué, intuía que ya no sería así. En el suelo, si torcía un poco la mirada, veía un pequeño charco de color oscuro, rojo, negro… que iba invadiendo el suelo de la habitación. Sonrió. Sentía tanto frío… y tanto alivio. Por fin, todo se acababa. Aquellos segundos se le estaban haciendo eternos.
De repente, la puerta se abrió. Unos pies corrieron hacia él, que ya casi no veía, se agacharon a su lado, y alcanzó a ver aquella cara que, llorando, le suplicaba que volviese, mientras intentaba alzarlo en el aire. Ella no sonreía. Mierda, algo en aquel plan había salido mal.
María…

Impasible

Un oso de peluche gigante la acompaña sentada en un sillón negro. Mira hacia la televisión, el oso, mientras ella lo observa. Parece feliz, dentro de ese suave envoltorio de peluche, mirando constantemente al frente, sin miedo, con una sonrisa en la cara. O más bien en el hocico. Sonríe y se acerca a él, lo acaricia y le susurra algo al oído. “Tienes suerte, cariño, no escuchas, no ves, no sientes”. Le da un beso en el hocico peludo, se levanta del sillón y sale por la puerta, cerrándola a su espalda.
Cuando la puerta se cierra él borra su sonrisa y se desploma, cansado, sobre el sillón. ¿Suerte? Escucho todo lo que me cuentas, y todas las desgracias que grita el televisor. Veo cada segundo de tu vida en tus ojos cansados, y casi nunca es agradable. Y lo siento todo, todo lo que puede sentir un corazón de peluche acostumbrado a ser tu confidente y tu amigo, tu sonrisa cuando te encuentras sola. Y mientras tanto, no puedo moverme. No puedo contestarte cuando me preguntas qué vas a hacer con tu vida y tengo que mantenerme impasible cada noche que te veo tirando tu vida a la basura, esnifando ese sueño blanco que tú crees que te hace más feliz. Y no puedo llorar. No puedo dejar una sola lágrima, al menos cuando tú estás delante, aunque a veces descubras tu sillón empapado por las mañanas y le eches la culpa a una ventana que cierra mal. ¿Suerte?

Inconclusa

Inconclusa. Porque me faltan demasiadas cosas por terminar. Por el miedo a que las cosas se acaben que me hace dejarlo todo a medias, huyendo de los finales y a veces, por tanto, también de los principios. Así que sí, me siento inconclusa, inacabada, incompleta, medio vacía, o, si quieres verlo así, medio llena. También infinita. E incomprensible. Llena de recuerdos y de planes de futuro, de sueños, de cientos de motivos para quejarme del mundo y de otras tantas razones para quedarme callada. Incapaz de abrazarme a los momentos perfectos. Porque si son tan perfectos acaban. ¿Así que para qué empezarlos? Incapaz también de dejar de soñar. Insegura. Tantas cosas a favor y tantas cosas en contra, siempre. Demasiadas palabras que me abruman, que me llenan y me hacen echarlas, a borbotones a veces sin sentido, por una boca que se ha acostumbrado a gritar lo que siente en silencio. Y cuando tengo tiempo, a veces, infeliz. Pero sólo a veces, cuando las miles de cosas que me rodean me dejan cinco minutos para darme cuenta de las miles de cosas que me faltan. Miles de cosas que me reprocho, miles de cosas que realmente no son importantes. ¿Insignificante? No, gracias. Pasar por el mundo dejando huella, supongo que todos lo queremos. Aunque realmente está bien ser anónimo, ser una de esas personas que dejan huellas de verdad, recuerdos y palabras, en los que te rodean. In… in… inevitable. Porque estoy ahí y tengo que convivir conmigo, porque tengo que lidiar a cada segundo con todos esos defectos que me he labrado con cincel a lo largo de todos mis años de existencia, y porque tengo que aceptar cada día todos los errores que he cometido y todos aquellos que sé que cometeré. Incorregible. Porque sí, porque nos equivocamos, lo solucionamos, odiamos, perdonamos… y aprendemos, pero a pesar de todo, nada puede cambiarnos. Sin acabar. En proceso de construcción. Con un pasado escueto y un futuro no escrito. Inconclusa. Y no sabes cuánto me alegro…


Una página en blanco

Trazos. Recuerdos. El eco del vacío

Un trazo borroso sobre ese papel arrugado… Te dibujo otra vez. Como tantas últimamente. No dejo de hacerlo, cada vez que tengo cinco segundos para abrazar el carboncillo con estos dedos que se cansan del vacío táctil que les has dejado. Lo deslizo entre los dedos, áspero, y me recuerda el tacto de tu cara cuando te olvidabas de afeitarte. Lo dejo escurrirse y casi sin mi ayuda, empieza a dibujarte, trazo a trazo. Van naciendo poco a poco sobre el folio cada una de tus facciones y tu cuerpo. Es casi como verte delante de mí, sonriendo, pero desde el folio me miras con la sonrisa cansada, agotado de luchar en una guerra que no es la tuya. Lo sé cariño, hemos librado demasiadas batallas sin motivo. Siempre los dos, con las armas en guardia, esperando a defendernos de unas amenazas que no existían. Siempre luchando el uno contra el otro, buscando inevitablemente un enemigo invisible. Miro al folio, cierro los ojos y me dejo caer sobre la mesa, yo también agotada de todo este tiempo inútil. Desde el espejo me observan mis ojos, dolidos y enfadados. Me miran con odio, reprochándome todo lo que ha pasado y lo que he dejado marchar sin obligarlo a suceder. Sobre mi piel, lisa, cicatrices. Una en el mentón, delicada y fina. Otras me adornan las mejillas y le dan a mi cara un aspecto peculiar, original. Otra me quiebra la ceja, y otra, fugitiva, se escurre de mi mejilla hasta mi cuello, recorriendo el pedazo de piel por el que un día escurriste tus dedos crispados. Otra parte mi boca y, aún sangrante, brilla, pintándome los labios de rojo. Aún ahora me pregunto por qué nadie más puede verlas, si están ahí, tan claras, dando fe de nuestra guerra particular. Pestañeo y vuelvo a mirarme al espejo. Sólo una cara de mujer, aniñada, con la piel lisa, sin vestigios de ninguna lucha, se atreve a sonreírme, triste. Sin embargo, sobre tu pecho desnudo, en el folio hay una mancha de color rojo sangre, justo donde, segundos antes, mis labios se atrevían a besarte.

2,30 para ser exactos

Espero nerviosa a que el semáforo se ponga en verde. Mientras, comparto chistes con mi amiga, que sentada en el asiento del copiloto, hace muecas para hacerme reír. Alguien toca a la ventana. Es uno de esos hombres que se dedican a pedir. Cada día son más, debido a la situación económica y a una sociedad que, supongo, tampoco les ayuda precisamente a seguir adelante. Han inundado los semáforos. Unos se disfrazan de payasos, otros hacen malabares, otros intentan vender pañuelos a cambio de “la voluntad”. Otros, como este, simplemente piden. Y lo hace con gesto de pena. Es moreno, mayor. Los ojos cansados y un bigote ralo que endurece sus rasgos. No está demasiado limpio. Poniendo esa cara de lástima que tanto hemos ensayado le hago un gesto de negación a través del cristal.
Es que si le das a cada uno de los que te pide… Lo decimos las dos casi al mismo tiempo, intentando convencernos. Intentando asegurarnos de que hemos hecho lo correcto. Claro, treinta céntimos a cada uno que pasa sería arruinarse. Sonreímos, como en un gesto de aprobación. Mientras, lo veo alejarse a través del retrovisor, bailando de un coche a otro. No hace falta decir que en todos ellos recibe la misma respuesta.
Cuando miro al frente, el semáforo ya está en verde. Piso el acelerador y arranco despacio. Me fijo en la guantera. Tengo una bolsa de gominolas, que me acabo de comprar. Ni siquiera me van a sentar bien. 2,30€ para ser exactos. Contraigo los labios en un gesto de asco. Quiza sí debería haberle dado esos treinta céntimos…

martes, 12 de julio de 2011

Esas putas ansias...

Tú y tu miedo a estar solo. Yo y mi miedo eterno al compromiso. Y ahora, que curioso, medio año después, yo sólo quiero atarme a ti y tú sólo quieres mantener tu libertad. Tú mismo lo dices, has cambiado. El problema es que me has llevado a mi arrastras.
He perdido mi independencia, parte de mi autoestima y sobre todo, supongo, mucho tiempo. Un día, apenas acababa de conocerte, te dije de broma la fórmula adecuada para engancharme. Y desde entonces, espero que haya sido sin querer, la has aplicado justo de la forma perfecta. Poco a poco fui perdiendo mi miedo a unirme a alguien, empecé a disfrutar cada minuto contigo y a echarte de menos. La putada, querido, es que igual que me necesitabas antes, ahora parece que ya no te hago falta en tu vida. Has pasado de llamarme, de visitarme, y de estar en cada segundo de mi existencia a ignorarme durante semanas, a desaparecer, fríamente, como si nunca hubiera habido más que una relación de amigos distantes. Dicho de otra forma, me acostumbré a una dosis demasiado alta de ti, y ahora parece que me la has quitado de golpe. Me gustaría odiarte. De veras. Y a veces casi lo consigo. Intento recordar todos los pequeños agravios, todas las decepciones, tu frialdad, tu sinceridad excesiva, lo que escondías, lo que escondes, lo que me duele de ti… y casi consigo mirarte con desprecio. Y estos días que no estás, parece que me voy recuperando. El mono ya ha pasado y cada día me cuesta un poco menos evitar la tentación de llamarte. El único problema es que, pese a todo, esas ansias de tenerte cerca siguen ahí. Aunque te enfades, aunque calles y aunque sepa que no te importo. Es una mierda, pero esas putas ansias…

Desde el infierno

Tres meses después revivía de aquel infierno. Más delgada, con los ojos cansados y el gesto sereno. Aún le costaba un poco respirar aquel aire, demasiado puro. Abrió el portal y se asomó al exterior, con pasos cortos y prudentes, como quien se acerca a algo desconocido. Pleno mes de Junio, una tarde soleada. Gracias a Dios había una ligera brisa, sino hubiera sido demasiado, y hubiera vuelto hacia atrás. Lo que más le dolía era aquella claridad que le hería los ojos, atacándola. Una luz que hacía días que no se había atrevido a recibir. Percibió más ruidos de los que había escuchado en meses. Todos juntos, mezclándose, complementándose y luchando por superarse los unos a los otros. Murmullos de aquella pareja que caminaba a lo lejos, la discusión de un par de vecinas en la tienda de al lado, el arrullar de las palomas que se escondían encima del garaje, los coches que pasaban por una calle demasiado transitada para ser tan pequeña y algún que otro sonido que no lograba descifrar. Eran sonidos que unos meses antes no se había parado a escuchar, simplemente estaban allí. Pero ahora, después de todo aquel tiempo encerrada, escondiéndose, todo parecía nuevo. Nuevo y multiplicado, atacando a todos sus sentidos. La brisa también era más fuerte. Los colores parecían más brillantes. Se sentía abrumada y extasiada. Asustada, y a la vez, tan libre… Porque llevaba muchos días allí, escondiéndose, huyendo de algo que la había superado por completo. Había comprendido por primera vez lo que era el sentimiento de un corazón resquebrajándose, partiéndose en miles de pedazos que ya no podían ser pegados de ninguna forma. Si al menos hubiera sido solo odio, pena… pero no. Cada uno de aquellos pedacitos se había desprendido por motivos diferentes. La rabia de haber perdido una inocencia que ya no recuperaría. La frustración por todas aquellas sonrisas que hacía demasiado tiempo que no dedicaba. Aquella sensación de debilidad cuando se había sentido utilizada, cuando la humillaba, cuando le hacía creer que ni su vida merecía la pena. La tristeza por seguir sintiendo un amor tan profundo pese a todo lo que había sucedido, pese a todo lo que le había hecho. Ese sentimiento de asco hacia sí misma, cuando se daba cuenta de aquello en lo que se estaba convirtiendo. Un ser que pasaba por esta vida sin apenas tocarla, conformándose y respirando sólo el aire que otros ya habían utilizado. Una persona que no sabía sentir. El dolor. Y la ira. Una ira que lo arrastraba todo, pero que nunca salía de su cuerpo. No hacía moverse a sus manos. No impulsaba a su boca a gritar. Sólo se quedaba dentro, rompiéndola. Y ahora, después de todos aquellos segundos, de todos aquellos días, semanas, meses, que le habían parecido años, cada pedacito de aquel corazón volvía a su sitio. Se había cansado de huir de sí misma, de esconderse del mundo. Su abuela se habría sentido orgullosa de ella, viéndola sonreír por primera vez en tanto tiempo, con cierta determinación, con orgullo. Era hora de recuperarse a sí misma. Sabía que la fijación de aquellos trocitos de corazón no era permanente, sólo era una unión débil y temporal, pero había que intentarlo. Ya se encargaría la vida de mandarle un buen pegamento.